lunes, 27 de agosto de 2012


Bueno, ya está bien. Quizás me haya pasado en el prólogo, pero considero interesante hacer algunas aclaraciones históricas. Ahora es el momento de referirme concretamente a analizar los principales aspectos fiscales de la villa de Alanís, basándome fundamentalmente en algunas respuestas recabadas por la comisión creada “ad hoc”. ¿Por qué me refiero exclusivamente a los aspectos tributarios? Por varias razones. Primera, por ser un tema de la máxima actualidad, debido, entre otras razones, a la reciente y polémica amnistía fiscal decretada por el actual gobierno español. Segunda, por la resistencia numantina ejercida por la jerarquía católica española respecto al pago del IBI, en los numerosos inmuebles que tiene la Iglesia Católica no afectos directamente al culto religioso. Tercera y última, porque casualmente mientras redacto estas líneas estoy también confeccionando la declaración del IRPF, siendo consciente del elevado espíritu cívico que se requiere para cumplir fielmente con las obligaciones tributarias ante la avalancha interminable de casos de corrupción, con la dilapidación sistemática de los fondos públicos.
Una primera cosa que hay que tener en cuenta es que la villa de Alanís era una población de realengo. Esto es importante desde el punto de vista fiscal, pues al depender directamente de la Corona las entidades de realengo estaban sometidas a una menor presión tributaria. La explicación de esto es muy sencilla. Las familias nobiliarias habían adquirido el señorío jurisdiccional a cambio de entregar una cantidad de dinero a la Hacienda Real. Por lo tanto, era como una inversión a largo plazo, que, naturalmente, los sufridos contribuyentes, llamados despectivamente “pecheros”, tenían que afrontar.
¿Qué cargas tributarias afectaban a las tierras del término municipal de Alanís? Las tres contribuciones sobre los denominados “bienes raíces”, de acuerdo con la terminología de la doctrina económica de la fisiocracia, entonces en boga, tenían un rasgo común: todas beneficiaban a instituciones religiosas. El diezmo se destinaba casi en su totalidad para el Cabildo catedralicio de Sevilla; las tercias de pan y maravedíes iban destinadas al Monasterio de la Cartuja de Sevilla; las primicias se las repartían, por mitades, entre el cura del pueblo y los beneficiados de la parroquia local. Todavía me acuerdo que cuando era niño el quinto mandamiento de la Santa Madre Iglesia era precisamente “pagar los diezmos y primicias”, aunque en teoría los diezmos quedaron eliminados con la reforma tributaria llevada acabo por el entonces ministro de Hacienda, don Alejandro Mon, en 1844. Pero además estaba el impuesto del voto, que se pagaba a la Santa Iglesia de Santiago de Compostela.
¿Cuál era el valor en especie y en metálico de dichas cargas? El Cabildo de la catedral de Sevilla recibía una media anual de 457 fanegas, 4 almudes y 3 cuartillos de trigo. También recibía 228 fanegas, 8 celemines y 1 cuartillo de cebada. Si tenemos en cuenta que los pagos en moneda suponían anualmente 142.924 maravedíes, traducido todo a dinero metálico, hacían un total de 13.351 reales y 5 maravedíes. El Monasterio de la Cartuja de Sevilla recibía al año una media de 130 fanegas y 8 celemines de trigo; 65 fanegas y 4 celemines de cebada; y aparte 33.954 maravedíes. En dinero metálico suponía todo 3.612 reales. A su vez, las monjas del convento de Santa Clara conseguían anualmente 3.082 reales y 2 maravedíes. En definitiva, todos los diezmos que pagaban las tierras del término municipal de Alanís ascendían anualmente a 20.141 reales. Las primicias suponían 1.200 reales. Aparte hay que tener en cuenta el pago del voto que ascendía a 1.100 reales al año.
Ni que decir tiene que las cargas tributarias que afectaban a los vecinos de Alanís no se agotan con la relación anterior. Además había una serie de impuestos, unos directos como los servicios ordinarios y extraordinarios, votados por las Cortes; otros indirectos, como las alcabalas y los millones, que suponían una pesada carga para los pobladores no pertenecientes a los estamentos privilegiados, aunque de los indirectos no se libraba nadie. Teniendo en cuenta que según el mencionado Catastro la población de la localidad era de 240 “vezinos” (sic) y que este término se equipara al actual de familia, aplicando un coeficiente de 3,8 miembros por cada unidad familiar, nos saldría una población aproximada de 912 habitantes. Si además consideramos que en el pueblo había 234 jornaleros, con escasas posibilidades de tributar, y lo que es peor, 30 “pobres de solemnidad”, con nulas posibilidades de contribuir al fisco. Pero hay más, tenemos que descontar (2

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